Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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alucinación. Por fin la luz de la cámara real casi se obscureció del todo, y algo frío, sombrío, inexplicable
invadió el ambiente. Pinturas, oro, colgaduras de terciopelo, todo desapareció, en su lugar no se veían sino
paredes de un color gris apagado y cada vez más obscuro. Y sin embargo, la cama iba descendiendo, des-
cendiendo, y tras un minuto, que al rey le pareció un siglo, llegó a una capa de aire negro y helado, y se
detuvo.
Luis XIV, que ya solamente veía la luz de su dormitorio como desde lo profundo de un pozo se ve la luz
del día, dijo entre sí. --Horrible, horrible sueño. Ya es hora de que me despierte. Vaya, despertémonos.
Pero no bien lo hubo dicho, cuando advirtió que no solamente estaba despierto, sino que también tenía
abiertos los ojos.
Miró el rey al todas partes, y uno a cada lado de él vio a dos hombres armados, embozados en sendas y
largas capas y con el rostro tapado con un antifaz. Uno de ellos llevaba en la mano una lamparilla cuya
rojiza luz iluminaba el cuadro más triste que pueden ver ojos de rey.
Luis creyó que seguí soñando, y que para despertar del todo le bastaba mover los brazos o dar una voz; y
saltó de la cama, y al encontrarse de pie en un suelo húmedo, se volvió hacia el de la lamparilla y le dijo:
--¿Qué chanza es esta, caballero?
--No es ninguna chanza, --respondió con voz sorda el interpelado.
--¿Sois agente del señor Fouquet? --preguntó el rey un tanto turbado.
--Poco os importa de quién somos agentes, --replicó el fantasma. --Sabed que somos dueños de vos.
El rey, más impaciente que intimidado, se volvió hacia el otro personaje, y repuso:
--Si es una comedia, decid de mi parte al señor Fouquet que la encuentro de muy mal género, y que or-
deno que cese inmediatamente.
El enmascarado al quien ahora el rey dirigió la palabra era hombre alto y grueso, y parecía una estatua.
--¡Cómo! ¿no me respondéis? --exclamó Luis dando una patada en el suelo.
--Si no os respondemos, caballerito, --dijo con estentórea voz el coloso, --es porque no tenemos que
deciros sino que sois el primer “importuno”, y que el señor Moliére se ha olvidado de inscribiros en la lista
de los suyos.
--Pero en fin, ¿qué quieren de mí? --exclamó Luis cruzando los brazos con ademán de cólera.
--Luego lo sabréis, --repuso el de la lamparilla.
--Pero entretanto, ¿dónde estoy?
--Mirad.
En efecto, Luis XIV miró; pero a la luz de la lámpara que el enmascarado levantó, solamente vio paredes
húmedas en las cuales y acá y acullá brillaba el plateado rastro de las babosas.
--¿Es un calabozo? --preguntó el rey.
--No, sino un subterráneo.
--¿Adónde conduce?
--Seguidnos.
--Yo no me muevo de aquí, --exclamó el soberano.
--Como os amotinéis, amiguito, --repuso el coloso; --os levanto en peso, os envuelvo en mi capa, y, si
perdéis el resuello, peor para vos.
Luis se horrorizó a la idea de una violencia: porque comprendió que aquellos dos hombres, atropellarían
por todo.
--Por lo que se ve, --dijo, --he caído en manos de dos asesinos. ¡Vamos!
Ninguno de los dos enmascarados despegó los labios. El de la lamparilla tomó la delantera, seguido del
rey, que a su vez precedía al coloso, y así atravesaron una galería larga y sinuosa. Todas aquellas vueltas y
revueltas, afluyeron por fin a un largo corredor cerrado por una puerta de hierro, que el de la lámpara abrió
con una de tantas llaves que tenía al cinto.
Al abrirse aquella puerta, Luis aspiró el balsámico olor que exhalaban los árboles en las calurosas noches
de verano, y se detuvo: pero el robusto guardián que le seguía le empujó fuera del subterráneo.
--Otras vez os pregunto, ¿qué intentáis contra el rey de Francia? --Exclamó el soberano volviéndose
hacia el que había tenido el atrevimiento de ponerle la mano encima.
--Haced por olvidar ese calificativo. --repuso el de la lámpara con tono que, cual los famosos fallos de
Minos, no admitía réplica.
--Mereceríais que os enredaran por las palabras que acabáis de verter, --añadió el coloso apagando la
luz que le entregó su compañero; --pero el rey es demasiado humano.
Hizo el rey un movimiento tan súbito al oír aquella amenaza, que no pareció sino que intentaba fugarse;
pero el gigante le sentó la mano en el hombro y lo clavó en el sitio.
--Pero en fin, ¿adónde vamos? --preguntó Luis XIV.
Venid, --respondió el de la lámpara. Y conduciendo al rey hacia una carroza que estaba entre los árbo-
les, junto a dos caballos trabados y atados por el cabestro al las ramas bajas de corpulenta encima, abrió la


 

 
 

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